20 de junio de 2010

Despertar

Los barcos son máquinas de dormir. Una cuna gigante que se mece y ronronea para los viajeros que no tienen nada que hacer. Lo comprobé la primera vez que dormí en el Vapor de la Carrera entre Montevideo y Buenos Aires. No hay despertar como el del mar y no hay luz del amanecer como en la mar. Itá Ybaté era un barco todo el día y tantos pueblos de Corrientes; un motor eterno y acompasado les daba luz. Cuando tarde y ya en la cama se apagaba el de las estancias parecía que te quedabas sordo. Pero mejor que dormir es el tiempo que lleva despertar, cuando todavía no sabe uno dónde está ni qué día es. Para Bioy Casares no había nada comparable a despertar en un camarote de tren al oír los pasos en la grava de una estación desconocida. Una vez me despertó un ratón que escarbaba entre el pelo de mi cabeza. Fue en un campo cerca de Trenquelauquen y solo a la mañana y bien despierto entendí lo que había pasado. En San Lorenzo oíamos desde la cama el ritmo de una papalota que pegaba sus alas contra el piso para darse vuelta. Se pasaba la noche a intervalos perfectos entre intentarlo y descansar. “Parece un faro” dijo el hermano de Gabriel García Márquez que oía desde la hamaca el balido circular de un cordero. En la Villa Adelaida dormíamos con un murciélago que daba vueltas a la araña del cuarto, hasta que se colgaba en su viga al amanecer. Un día lo bajamos con una toalla ajena. El sueño que más me despertaba era el de Lucas. Su padre pasaba noches enteras rezando de rodillas al lado de su cama cuando no había caso con las drogas y se había vuelto una piltrafa adolescente. No había quién lo ayudara. Solo Dios, que siempre oyó al padre de Lucas y un buen día nos lo despertó.

17 de junio de 2010

Ángel Anaya

Almorcé con Esteban Morán y Carlos Soria en un restaurante de la avenida de Bruselas de Madrid. Los dos eran profesores en la Universidad de Navarra cuando hacía el doctorado, hace ya unos cuantos años. Con ambos he recorrido gran parte de España entre conferencias, visitas a amigos comunes y otras aventuras académicas. Disfrutamos de comidas largas y pausadas, que ahora las interrumpe la urgencia de Esteban por volver a su casa a ocuparse de Chon, su mujer. La pobre tienen Alzheimer y a una hora en punto de la tarde la chica boliviana que la atiende debe descansar.

Esteban me preguntó por Ángel Anaya, un amigo argentino de quien hace tiempo que no tiene noticias. Se habían conocido cuando eran niños en Málaga, durante la Guerra Civil española y luego se vieron muchas veces en Madrid. Esteban es de 1923 y Anaya de 1924. Entre las historias que me contó esta vez aparecieron las de la guerra que Esteban llama Nuestra. Tenía catorce años cuando empezó y su padre había muerto cuatro años antes "por suerte, que si no, lo mataban los rojos". Su madre y sus hermanas lo mandaban a hacer las colas para conseguir alimentos y algunos días se los pasaba enteros en ello. Una vez se llevaron a uno de la fila porque alguien notó que estaba rezando con un rosario que llevaba en la mano adentro del bolsillo de la chaqueta. Bastó sacarle la mano del bolsillo y encontrar el rosario para llevárselo detenido quién sabe con qué final.

También presenció, ya terminada la guerra, la condena a muerte -luego indultada- del portero de su casa. Se lo encontró muy nacional y como si nada apenas las tropas de Franco tomaron Madrid, a donde Esteban entró con los primeros contingentes. Su casa estaba ocupada por unos catalanes a quienes les habían asignado el piso vacío. Hasta ahí todo bien, pero parece que durante los días más duros, el portero denunció a una monja que vivía escondida en uno de los pisos y se quedó con todas las pertenencias -y hasta se instaló en el piso- de un gerifalte de la marina que vivía en otro, a quien la guerra le había cogido en El Ferrol.

Cuando terminó aquel drama, Esteban empezó su carrera en la marina mercante española y Anaya volvió a la Argentina. En ambos un buen día despertó el gen del periodismo que tenían dormido en algún lugar del corazón.

El Comodoro, como lo llamamos los amigos, suponía que no conocería a Anaya por la diferencia de edades y suponía bien: solo recordaba haber visto su firma alguna vez y hace tiempo en La Nación.

Prometí buscarlo para volver a conectarlos, pero confieso -y lo dije- que no esperaba encontrarlo vivo. Ahí mismo le mandé un mensaje a Carlos Reymundo Roberts, un amigo del diario. Me contestó a la tarde, que para él era la mañana, cuando ya me había despedido de Carlos y Esteban. Lo habían enterrado hace apenas unas semanas.

Envié la noticia a Carlos y Esteban por correo electrónico. Pero como la computadora de Esteban está escacharrada hace unos días, suponía que no lo habría recibido. Hablé luego con él para comunicarle la noticia. Los tres estamos convencidos de que estas coincidencias no lo son, así que rezamos una oración por Ángel Anaya, a quien no conocí pero ya siento por él algo más grande que la amistad.