25 de julio de 2019

Everest

La cima del monte Everest era el lugar más solitario del mundo. Hay que aguantar un par de minutos a 8.848 metros, donde no se puede ni respirar porque no hay aire, se te revientan las venas y te estalla la cabeza por falta de presión. Durante medio siglo, el club de los que habían llegado era tan exclusivo que nos acordábamos de sus nombres como de Colón o Magallanes. Los primeros en llegar fueron Edmund Hillary y el sherpa Tenzing Norgay el 29 de mayo de 1953. Hillary era neozelandés y del sherpa ni se hablaba hasta que, gracias a la nueva sensibilidad, alguien se acordó de que Hillary subió con un secretario que le llevaba las valijas.

El pasado 22 de mayo el Everest se llenó de gente, y había tanta que varios se murieron de frío por estar esperando un buen rato, atascados en la cola para llegar hasta la cima. A un argentino de la fila tuvieron que evacuarlo en helicóptero porque empezó a escupir sangre y eso que era la segunda vez que lo intentaba y también la segunda que fracasa cuando le faltan unos 800 metros para llegar a la cumbre. De paso aclaro que no entiendo las ganas de subir caminando –o escalando– si se puede llegar perfectamente en helicóptero. Quizá vio las fotos que salieron en todos los medios del mundo; fueron hechas por un sherpa nepalí que se llaman Nirmal Purja que cuenta que casi se le congela la mano derecha cuando se sacó el guante para apretar el disparador.


Todas las expediciones y los récords del Everest son en mayo, son los mejores días para subir y debe estar buena esta primavera en el Himalaya. A eso habría que agregar que en estos años la tierra se calentó unos grados y hace menos frío en 2019 que en 1953. Dentro de poco subirán en monopatín y la cola llegará hasta Katmandú, así que si quiere ir solo al Everest trate de subirlo en enero, pero le aseguro que en enero es mejor estar en la playa.

Hablando de enero y la playa, este año estuve unos días en Mar del Plata. Creo que fue entonces cuando entendí que a la mayoría de la gente le gusta pasar la vida en una lata de sardinas. Vamos a playas abarrotadas de gente, donde no se puede caminar sin pisar manatíes tomando sol. El agua está llena de hipopótamos en traje de baño y las calles no pueden más de rinocerontes en bermudas. Para ir a comer un sándwich hay que hacer colas de dos horas y ni se le ocurra tener ganas de ir al baño. Pero no hay que ir a Mar del Plata: alcanza con un trámite cualquiera en el banco o en en una oficina pública, basta con asistir a un mitin político o a una procesión. Da lo mismo. Todos amuchados a favor o en contra de lo que sea.

¿Cuándo fue que el mundo se llenó de gente? No lo recuerdo, pero fue un día concreto de los últimos 50 años. Hasta aquel día, que no puedo ubicar en mi propia historia, había lugar en todos lados. Me parece que fue el mismo día que me di cuenta de que todos los pasajeros del avión eran más jóvenes que yo. Antes de eso se podía viajar, salir a comer, ir al cine, al mercado, al banco, al estadio o al carnaval. Siempre había lugar… Ahora no hay lugar para estacionar en el desierto.

Los hombres –más las mujeres que los varones por esa inclinación de los machos al territorio– somos más gregarios que las ovejas. Andamos en manadas, nos amontonamos hasta para las necesidades más íntimas. Nos gusta estar juntos más que acompañados. Actuamos como las distintas partes articuladas del dragón del año nuevo chino. Por eso parece que el mundo se llenó de gente a pesar de que hay cantidad de lugares donde todavía nadie jamás dejó su huella. Suponemos que son mejores los lugares que están llenos y vamos a las fiestas en las que no se puede entrar de abarrotadas que están. Medimos los matrimonios, los cumpleaños y los entierros por la cantidad de gente. Así somos.

Algo tenemos los humanos que no nos gusta estar solos. Pero mejor se explica con lo que no tenemos  y que nos convendría buscar como buscamos la fortuna: se llama paz y suele estar en la soledad, aunque sea en la de un oscuro calabozo.