3 de mayo de 2006

Humahuaca

La boletera me advirtió al sacar la entrada que no encontraría momias en el Museo de Arqueología de Alta Montaña de Salta. Los parientes de los indiecitos enterrados en la cima de los nevados están furiosos con los profanadores de tumbas. El museo cobraba por exhibir a sus antepasados en heladeras de cristal. Antes ablandaba a los visitantes con un video a toda pared donde enseñan cómo los científicos llegaron a la cima del volcán Llullaillaco y arrancaron de la montaña a tres niños enterrados hace 500 años a 6.700 metros de altura.

Las tribus del altiplano argentino eran vasallas de los incas: ahora son súbditas de un patagónico, mitad suizo mitad croata. Viven en la quebrada de Humahuaca y en la puna. Eran buena gente, solo que de vez en cuando sacrificaban a un niño en lo alto de un cerro para aplacar las iras de la Pachamama; todo legal. Parece que, además, eran muy humanitarios, porque antes de golpearles la cabeza con una piedra contundente, les daban a mascar hojas de coca y bebían chicha de maíz.

Las dos niñas del Llullaillaco tenían seis y quince años. El niño, siete. Parecen dormidos y sus petates están impecables, como si hubieran sido comprados en una tienda étnica de la avenida Santa Fe. A la niña mayor la partió un rayo, pero no se sabe cuándo. Su sacrificio los convertía en huacas, mensajeros de los dioses, vecinos del sol. Pero sus padres se llevaban lo bueno: la ofrenda de sus hijos les merecía, por lo menos, una gobernación. La hazaña de los arqueólogos, financiada por la National Geographic Society y la Smithsonian Institution, fue encontrar un santuario intacto en 1999: la mayoría de los yacimientos incaicos de los Andes han sido reventados con dinamita por los buscadores de tesoros.

Humahuaca no es el nombre de un programa límite de la televisión francesa. Es un pueblo antiguo, colonial, en el medio de la quebrada multicolor del río Grande, en el extremo noroeste de la Argentina: calles angostas, casas de adobe y faroles de hierro negro. Y dos torres achaparradas que enmarcan la iglesia de Nuestra Señora de la Candelaria y de San Antonio desde 1615. Por las calles, el mercado y la iglesia deambulan siempre indios americanos y turistas europeos. Unos bajitos y morochos, otros gigantes rubicundos. El pelo chuzo resalta contra el crespo, el respeto entre la altanería y el susurro en la estridencia.


El Viernes Santo, al terminar los oficios, dos cholitos vestidos de Arimatea y Nicodemo, bajaron de la cruz a un Cristo articulado y lo depositaron en una caja de vidrio llena de flores. Después lo pasearon por las calles del pueblo seguido por la Dolorosa, con su corazón de plata atravesado por siete facones. Tambores y sikus los adelantaban a la luz cercana de la primera luna de otoño. Durante horas recorrieron las estaciones de la Vía Crucis construidas ese día como ermitas vegetales en esquinas señaladas de Humahuaca. Así es en todos los pueblos de la quebrada y de la puna.

Faltaban hombros. Quise poner el mío para llevar un paso al que le sobraba peso, pero mi altura lo escoraba hasta tocar las casas. Sin remedio me instalé del lado de unos turistas españoles que sacaban fotos relampagueando la noche. Pensaba que ahora los sacrificios humanos se hacen en barrigas bien alimentadas. También recordé que hace 500 años sus antepasadas parían a los aventureros que vinieron a enseñar a los indios a ser buenos cristianos.