3 de diciembre de 2023

Ahora hay que plantar árboles


Se terminó la política, es hora de volver a plantar árboles.

Quizá ese debió ser el título de esta columna, seguramente equívoco, ya que no hay ninguna razón para que las elecciones impidan plantar árboles y tampoco debiera ser una responsabilidad exclusiva de las autoridades, que también son responsables de nuestra salud colectiva, pero con la salud se entiende la responsabilidad compartida porque la responsabilidad del estado sobre la salud de sus ciudadanos no excluye la responsabilidad de cada uno de cuidar su propia salud y la de los que dependen de ellos.

Los pronósticos apocalípticos de calor y las advertencias de hidratarse y evitar el sol, que aparecen en la tapa de El Territorio de ayer, recuerdan que la sombra es una necesidad imperiosa, tanto como las vacunas contra el Covid o las prevenciones contra el mosquito que transmite el dengue. Sin embargo, no hacemos nada y no hacen nada, o no hacen lo suficiente, los que tienen que hacer muchísimo más. Y lo que hay que hacer es plantar millones de árboles en nuestras ciudades, además de concientizar a los ciudadanos del peligro que corren si se exponen a los rayos del sol. Plantar muchos más árboles de los que se plantan y pensar en ciudades repletas de árboles en todas sus calles. Seguramente para conseguirlo las veredas deberían ser más amplias y las calzadas más estrechas; los cables deben convivir con los árboles; se deben inventariar todos los árboles de las ciudades y monitorear su desarrollo; los frentistas deberían cuidar su sombra como cuidan la vereda; se debe multar a los que talan y a los que podan, incluyendo a la empresa Energía de Misiones y a los prestadores de telefonía, televisión e internet. 

Talar un árbol en la era del calentamiento global debería ser un delito tan grave como robarse un tomógrafo del Hospital Madariaga. La Dirección General de Catastro tiene datos precisos, tomados de fotos aéreas, y así como exige impuestos proporcionales al desarrollo inmobiliario, puede aplicar impuestos o exenciones a los frentistas por el maltrato o el cuidado de los árboles de sus casas y veredas.

Los árboles no dan votos porque tardan en crecer y hoy a los políticos les preocupa demasiado la próxima elección. No dan votos pero sí dan monumentos, porque quienes plantan árboles son reconocidos por las generaciones que disfrutan de su sombra después de años. 

Los árboles son seres vivos, que se pueden enfermar, sufren por las plagas y tienen los años contados, aunque sean muchos. Los árboles requieren mantenimiento y botánicos que los cuiden, como los animales necesitan veterinarios y los humanos vamos al médico. Hay que reponer los árboles muertos y los caídos, pero qué le voy a contar si vivimos en una provincia que ha hecho de la silvicultura parte importante de su riqueza. Quizá para que todos lo entiendan debamos hablar de forestar las ciudades. 

Llegará el día en que los árboles serán tan cuidados como las mascotas, pero hay que acelerar la llegada de ese día. Y también hay que poner en la ecuación que los árboles convertirían a Posadas y a las ciudades y caminos de Misiones en un atractivo turístico bestial: los árboles no son solo una inversión en salud, también lo son en belleza, en paisajes, en frescura y en turismo.

Hay que plantar árboles urbanos en Misiones hasta que los barrios de casas bajas no se distingan de la selva desde un avión. Debería ser así en barrios enteros de Posadas, como Itaembé Guazú, hoy calcinado por los rayos del sol durante los largos veranos de nuestra latitud porque nadie previó plantar árboles cuando se construían sus casas.

¡Queremos sombra! fue hace un par de años un grito acuciante desde estas páginas. Algo se ha hecho, pero tiene que ser muchísimo más y es cada día más urgente para la salud de todos los misioneros.

26 de noviembre de 2023

El cambio


Hace dos domingos, al terminar el debate entre Javier Milei y Sergio Massa, todos los periodistas, panelistas, analistas, comunicólogos, politólogos, consultores... y hasta los mismos protagonistas, dieron como ganador a Massa. Como pruebas irrefutables están todos los diarios de la Argentina del lunes 13, sin exceptuar ninguno. En los archivos digitales de los medios también puede encontrar las encuestas que aseguraban en sus últimos sondeos una leve ventaja de Massa sobre Milei, y lo llamaban empate técnico, probablemente para abrir el paraguas por si se daba al revés. 

Con sus anteojos antiguos entendieron que el más sagaz era el mejor. El más profesional imponía su experiencia. El cínico vapuleaba al inocente. El preparado despedazaba al espontáneo. No entendían que ese debate no movería la aguja de ninguna medición, entre otras cosas porque a nadie le interesaba, ya a esas alturas, la inflación, la inseguridad, las aventuras mediterráneas de Isaurralde, la errática política exterior, el Banco Central, la guerra narco de Rosario, la falta de medicinas, el precio del pan y todo lo que Milei se dejaba en el tintero. Lo que querían era un cambio y el cambio estaba tan a la vista, tan patente, que era imposible no verlo en aquel escenario en el que peleaba David contra Goliat.

A las ocho de la noche del domingo pasado, cuando la ventaja de Milei sobre Massa se volvió abultada y definitiva, los mentirólogos corrigieron apurados el error con las explicaciones que tienen ensayadas para esconder su sesgo al servicio del mejor postor, o quizá su incompetencia, o tal vez el plagio liso y llano.

¿Y si el cambio es Massa? Se preguntaba un experiodista, exfuncionario y también novelista, que funge de analista y recorre estudios de televisión pifiándola fiero en todas las elecciones. Parecía serio por su buena retórica, mientras nadie advertía que estaba recitando un oxímoron como un castillo. A su favor hay que decir que ondeaba lo del cambio.

El domingo pasado la mayoría no votó por la larga lista de motivos que esgrimían los marcadores de agenda. Y las ideologías apenas pudieron sumar un número cada vez más menguado de votos, aportados por partidos que, se supone, tienen maquinaria electoral. El 19 de noviembre de 2023 puede volverse histórico, para bien o para mal, porque ese día mayoría de los argentinos, hartos de lo de siempre, pidieron un cambio sin importar cuál era el cambio.

La comercialización de los políticos es una amenaza para la democracia, tan peligrosa como el fraude electoral. Los candidatos se han vuelto productos que se imponen como una mercancía. Son marcas. Logotipos. Sellos sin contenido. Jingles que se repiten sin sentido. Eslóganes vacíos. Los politólogos, comunicadores políticos o como se llamen, han conseguido divorciar a los candidatos de los gobernantes y las elecciones de la administración del Estado. Ya no importa si los que elegimos serán buenos gobernantes, entre otras cosas porque este negocio se trata del poder y no del gobierno. Juegan con la democracia, la bastardean porque manipulan los sueños del pueblo, que vota por sus clientes como quien compra un producto engañado por la publicidad: lo único que importa es que lo compre. Y lo peor de todo es que las campañas se tarifan y tientan los aportes de los que tienen dinero sucio y necesitan lavarlo a cambio de impunidad.

El domingo pasado ese circo internacional de vendedores de humo se quedó sin argumentos en la Argentina, y se sorprendió el mundo entero.

19 de noviembre de 2023

Ganadores y perdedores


Por patadura he dejado el fútbol hace muchos años. Era de esos que cambiaban de equipo cuando había mucha diferencia, para emparejarlos: ante las quejas de los que iban perdiendo, los que iban ganando se desprendían del tronco. Está claro que mi fútbol era de barrio, con amigos y conocidos y algún colado ocasional; la selección de los jugadores empezaba con el tradicional sistema de pan y queso y terminaba con el descarte, que generalmente era yo mismo, sobre todo si la cantidad de jugadores era impar. Era un fútbol de arcos desparejos, cancha irregular y tiempo indeterminado. Lo que más recuerdo de aquellos partidos es algo que jamás pude entender: los que ganaban cargaban pesado a los que perdían y los que perdían lloraban de rabia.

Después de aquellos años de fútbol frustrante, me he encontrado muchas veces con malos ganadores y perdedores, que no están solo en el fútbol y tampoco solo en los deportes. Ganar y perder son posibilidades de cualquier competencia, desde un partido de truco hasta la elección de Miss Universo. Siempre hay que intentar ganar, pero con una real disposición a perder y volver a participar.

Malos perdedores y ganadores son esos que se creen que tienen que ganar a como dé lugar y eso es imposible. Es una lógica evidente: no se puede ganar siempre porque entonces los que siempre pierden abandonarían la competencia, y si no hay competencia tampoco habrá quien gane: para que uno gane, otro tiene que perder. Y la esencia del juego limpio en cualquier competencia –sobre todo en el deporte– es que el que gana respeta al que pierde y el que pierde lo intenta de nuevo. Todo deporte implica superar la derrota y volver a competir.

Hoy hay que elegir entre dos candidatos a Presidente de la Nación: uno va a ganar y otro va a perder. Pero una elección no es un partido de tenis porque los que ganan y pierden no son los candidatos, que, dicho sea de paso, son apenas un voto más en la elección. Los que van a ganar y perder hoy son millones de argentinos de un lado y millones del otro; millones de ciudadanos con esperanzas y con sueños, contentos y enojados, frustrados, escépticos, impacientes, desinteresados, ansiosos, conservadores, progresistas, de izquierda y de derecha si es que todavía existen esas categorías. Y la democracia implica el fair play particular de su ejercicio: que quienes pierdan reconozcan el triunfo de los que ganen y los que ganen entiendan que deben gobernar también para los que pierdan, de modo que los que pierdan se sientan igual de contenidos que los que ganen.

No se crea lo que dicen algunos alarmistas: hoy la democracia no está en peligro si se vota a Milei, a Massa, o en blanco. El verdadero peligro de la elección de hoy es que los ganadores se impongan a los perdedores, sobreactuando el triunfo y ensanchando la grieta como si fuera de vida o muerte; o que los perdedores no acepten la derrota y compliquen el triunfo y el gobierno de los ganadores. Tenga en cuenta que son tan penosos los malos perdedores como los malos ganadores, pero peor todavía sería que se den los dos a la vez: un riesgo tremendo en nuestra Argentina adolescente.

No lo veo fácil, pero sea lo que sea y pase lo que pase, no hay otra posibilidad. Gane quien gane parece que no será por mucho, por lo que imponerse una mitad de la Argentina a la otra mitad sería una desgracia. Por eso esta noche tenemos que dejar de pelear los argentinos si queremos salir de donde estamos estancados. Y se tienen que portar bien tanto los ganadores como los perdedores.

12 de noviembre de 2023

Debate y hamburguesas


Hoy habrá debate, en la Facultad de Derecho de la Universidad de Buenos Aires, entre los candidatos a Presidente de la Nación que tenemos que elegir el domingo 19. Podrían haber contratado el Luna Park, mucho mejor escenario por ser el clásico de las peleas de box. El debate promete un rating similar al de la final del Mundial de Fútbol, que tuvo un promedio de 59 puntos, lo que implica unos 6.000.000 de televidentes enganchados. Pongamos que lo van a ver 6.000.000 de personas y entonces nos explicamos la importancia que tiene para los candidatos salir mal o bien parados frente a quienes pueden desequilibrar la balanza en la elección del domingo que viene.

Muchos de esos seis millones lo verán con un balde de pochoclo y considerarán ganador a su candidato; y hay que ver si les mueve la aguja a los que están decididos a votar en blanco porque no saben que tomar una decisión, aunque sea equivocada, siempre es mejor que no tomar ninguna. La elección se gana por un voto, y si le creemos a las encuestas parece que estamos ante un empate técnico, así que persuadir o disuadir a un solo votante importa un montón. El espectáculo de esta noche promete ser intenso y basado en una sola estrategia, compartida por los dos campamentos: desencajar al contrario, provocar el error para que pierda por lo menos un votante, y el que pierda más votantes habrá ganado el debate.

Lo más curioso de los debates es el público presente. En el Hall de Pasos Perdidos de la Facultad estarán los canales de televisión haciendo entrevistas, bastante intencionadas porque los de Buenos Aires han tomado partido hace rato. Adentro de la imponente Aula Magna se instalarán, en segunda fila y más atrás, los que van a hacer el aguante a sus candidatos. Pero lo interesante viene en la primera fila: ahí no estarán la familia ni los amigos más cercanos sino los consultores de opinión pública, los marquetineros políticos, los asesores de imagen, los expertos en discurso y en lenguaje no verbal... que harán señas de truco para que interrumpan, para que se calmen o para que hagan gestos cuando exponga su oponente, ya que no pueden hablar ni gritar, como los directores técnicos de los equipos de fútbol. Y entre round y round         –ahora como los segundos de las peleas de box– se acercarán a dar consejos, les secarán el sudor con una toalla o les colarán una pastilla de Alplax en el agua.

Al final, resulta que los candidatos son productos, mercaderías, marcas... que los electores (el soberano) compramos o rechazamos. No debería sorprendernos que después no hagan nada de lo que dijeron o que hagan lo contrario porque son como los carteles de hamburguesas, esponjosas y chorreantes de cheddar, que no tienen nada que ver con la chatarra aplastada y escasa con que uno se enfrenta después de comprarla.

Según las definiciones del Diccionario de la Real Academia Española de la Lengua, debate es una controversia y una controversia es una discusión de opiniones contrapuestas entre dos o más personas. Así que un debate puede ser bueno o malo, dependiendo de lo civilizado o salvaje que se presente.

Pienso que, si me tocara ser candidato, haría todo lo contrario de lo que se espera. Dejaría hablar a mi oponente, sin interrumpirlo; y en cuanto él me interrumpiera, me callaría con un gesto amable para que hable todo lo que quiera. No respondería a los agravios y celebraría con vehemencia sus aciertos. Incluso lo invitaría a formar parte central de mi gobierno en caso de ganar las elecciones la semana que viene. Convertiría el debate en un abrazo de buena onda. Estoy convencido de que la gente está tan harta de vernos pelear que cosecharía los votos que hacen la diferencia.

5 de noviembre de 2023

Nuestra deuda con la democracia

El lunes pasado se cumplieron 40 años de la vuelta de la democracia a la Argentina. Lo que cumplía años fue la elección presidencial del 30 de octubre de 1983, la que consagró presidente a Raúl Alfonsín después de siete años de gobiernos militares que siguieron al golpe del 24 de marzo de 1976. Ese gobierno, a todas luces ilegal, fue el último de una serie que alternó en el poder al partido militar, después de los golpes de estado de 1930, 1943, 1955, 1966 y 1976. También algunos de los gobiernos democráticos de esa alternancia fueron rehenes del poder militar, pero no siempre fue así. Y algún día la Historia tendrá que develar la incógnita y enseñarnos quién fue realmente Juan Domingo Perón, el militar que participó del golpe de 1943, gobernó la Argentina gran parte de esos años de alternancia democrática, murió en el poder en 1975 y todavía se multiplican sus encarnaciones de todos los colores.


La democracia argentina no nació en 1983. Hubo intentos republicanos ya antes de nuestra independencia, desde 1810, pero el hito fundador es 1853, el año de la Constitución que todavía nos rige con algunos pegotes que se llaman reformas. Así que, entre 1853 y 1930 pasaron 77 años de democracia ininterrumpida, en los que no se alteró el orden constitucional a pesar de las graves dificultades de 1860 o 1890.

Lo del partido militar es una opinión, un modo de ver la historia argentina del siglo XX: en esos procesos la derecha atrofió sus recursos democráticos porque logró llegar al poder de un modo no democrático, muchas veces con el consenso presunto de gran parte de la población y bastante explícito del poder fáctico. Pero esta alternancia ilegal se fue desvirtuando con el terrorismo de Estado, y se termina en la locura de las Malvinas y Leopoldo Fortunato Galtieri haciéndose el corajudo en el balcón de la Casa Rosada.

Una de las felices consecuencias de estos 40 años de democracia ininterrumpida es que la derecha ha desarrollado los recursos que le permiten competir con bastante solvencia en algo que le resultaba desconocido. Pero todavía nos queda una inmensa deuda con nuestra democracia porque estamos celebrando que han pasado 40 años sin golpes militares y no 40 años de democracia activa, real, verdadera; esa democracia con la que no sólo se vota, sino que también se come, se educa y se cura como decía Alfonsín; pero además se crece, se trabaja, se descansa, se viaja, se comercia, se aprende, se construye, se investiga, se fabrica, se cultiva la tierra, se explotan los recursos naturales, se cría el ganado... y se gobierna, se legisla y se juzga.


El lunes pasado festejamos la perseverancia pasiva en la democracia más que la fidelidad activa al sistema y esa es nuestra verdadera deuda con la democracia; y quizá sea por culpa de las interrupciones durante los 53 años de alternancia que en los 40 que siguieron no conseguimos mejorar su calidad.

Seguimos tratando al soberano –el pueblo– como si fuera un colectivo de tontos, porque a los aventureros del poder les conviene aprovecharse de la inocencia de los ciudadanos. La educación del soberano es una deuda mucho más grave que de la de nuestra economía, porque es su causa. Domingo Faustino Sarmiento y Juan Bautista Alberdi ya decían que es imposible la democracia con un pueblo ignorante, manipulable, cliente... Cuarenta años después de aquel 30 de octubre de 1983, todavía nos conformamos con ir a votar como borregos, como si eso alcanzara, y aceptamos sin mucho drama que nuestra democracia sea mediocre, parasitada y abusada por los buscadores del tesoro del Estado.

29 de octubre de 2023

Nadie es dueño de los votos ajenos


Visité hace muchos años el escritorio de una antigua firma propietaria de campos en la provincia de Buenos Aires. Una de las paredes estaba decorada con una foto, en blanco y negro y bastante grande, de un montón de gauchos –unos 50, diría– a la sombra larga y mañanera de un eucaliptal, todos montados a caballo y con pinta dominguera. Junto a ellos se distinguía al patrón; y mirándolos desde el suelo, las mujeres y los hijos de todos ellos. Cuando pregunté qué era esa foto, mi anfitrión me explicó que eran el antiguo patrón con toda la peonada a punto de salir a votar, un día de elecciones. Y siguió: en esa época los empleados votaban lo que decía el patrón y las mujeres no votaban. La escena era posterior a la primera vez que el voto fue secreto, universal y obligatorio, el 2 de abril de 1916, y anterior a la primera vez que votaron las mujeres, el 11 de noviembre de 1951.

Recuerdo también con cierta nostalgia las conversaciones familiares antes de las elecciones, cuando mi madre le preguntaba a mi padre por quién había que votar. Algo que hoy sería impensable, o no tanto; mejor que quede la duda. Es bastante natural que pasen estas cosas entre dos personas que se conocen bien, que se quieren y que tienen los mismos sueños.

Igual que en aquella foto antigua, hoy cada persona vale un voto, pero pienso que aquellos empleados rurales eran tan fieles a sus patrones que votaban sin drama por lo que este les decía: si quieren tener trabajo, que el país prospere y que haya futuro para sus hijos, voten por mi candidato. Nada distinto de lo que ocurre hoy con el cinismo de los discursos, la compraventa de candidaturas, el clientelismo, la movilización, las campañas sucias, el robo de boletas en el cuarto oscuro, el reparto entre los que tienen fiscal de los votos del partido sin fiscal...

Cada persona es libre de votar a quien quiere y nadie la puede ni la debe coaccionar en su elección. Pero además vale lo mismo el voto del candidato que se vota a sí mismo que el del último analfabeto llevado a votar por la movilización de ese candidato. Hoy, 40 años después de aquella elección que ganó Raúl Alfonsín, todavía tenemos que conseguir que los mecanismos electorales aseguren la libertad de votar, cada uno a quien quiera y que ese voto cuente en la suma total. Todavía falta bastante y en gran parte se debe a que la política prefiere que no sea tan seguro el sistema, precisamente para quedarse con votos inocentes.

Nadie es dueño de los votos ajenos. Esta idea debería ser central en las escasas tres semanas que quedan hasta la segunda vuelta de la elección presidencial. Ningún candidato transfiere los votos que obtuvo en una elección a la siguiente ni a ninguna, porque los votos son solamente de los que votamos y cada vez que votamos somos tan libres como las anteriores, y para colmo –y por suerte también– somos libres de cambiar de opinión. Ningún votante obedece a su candidato sino todo lo contrario, pero además una buena parte vota al que le parece menos malo, o no vota desafiando la obligación. Pero, además, si los votos fueran patrimonio de los candidatos, no haría falta la segunda vuelta porque bastaría con sumarles a los ganadores los votos de los perdedores, en una subasta de apoyos como la que estamos viendo en estos días.

22 de octubre de 2023

La loca ley de la otra mejilla

El pasado 7 de octubre, sábado, el grupo terrorista Hamás desató una masacre brutal contra los judíos de Israel. Fue una reacción algo tardía a la represión en abril de palestinos en la mezquita de Al-Aqsa, sobre el antiguo Templo de Jerusalén. Desde la Franja de Gaza lanzaron miles de cohetes (no me atrevo a llamarlos misiles) a la vez que soldados irregulares inutilizaron puestos de control y entraron por la fuerza en Israel. Mataron a todos los judíos que encontraron a su paso y se llevaron vivos a más de 200, entre ellos quince argentinos; también hay ocho argentinos entre los 1.400 judíos asesinados aquel día por Hamás.


La invasión desató una nueva guerra entre Israel y el grupo terrorista palestino, que puede generalizarse en Medio Oriente contra otros grupos y países enemigos de Israel. Por ahora es la expedición punitiva de un país soberano y reconocido por todo el mundo contra un partido político-militar, en el poder en un territorio que cabe en un departamento de Misiones. El fin de Hamás es aniquilar a todos los judíos, porque los alimenta el odio negro y antiguo de haber sido despojados de su territorio y arrinconados en la Franja de Gaza, cosa discutible porque nunca Palestina fue un país soberano y los judíos tienen sobradas pruebas, desde la época de Abraham, de que esa es su Tierra Prometida. Hay otros enclaves palestinos pegados a Israel y gobernados por la Autoridad Palestina (en la que no participa Hamás) pero ninguno tan poblado, tan pobre y tan enojado como la Franja de Gaza, y eso explica que esté en el poder un partido beligerante como Hamás, y que muchos de sus habitantes también sufran las consecuencias de esa beligerancia.

Israel tiene una de las fuerzas armadas más modernas y equipadas del mundo, además de una súper inteligencia y una alianza fraterna con los Estados Unidos. Todo indica que fueron sorprendidos o engañados, pero enseguida respondieron el ataque en todos los frentes y sitiaron la Franja de Gaza dejándola sin luz, sin agua y sin suministros. Cuando esto escribo no habían invadido todavía, pero todos los días bombardean con precisión edificios señalados y barrios enteros donde se supone que están sus enemigos. Han matado ya a más de 4.000 palestinos entre combatientes y civiles, y han dejado una cantidad inmensa de heridos. Después de dos semanas de combates, ayer entraron 20 camiones con ayuda humanitaria para los dos millones de habitantes de la Franja.

Todo país tiene derecho a defenderse cuando es atacado, pero ¿es proporcional la represalia israelí sobre Palestina? ¿y cómo se mide esa proporción? Los relatos de los sobrevivientes israelíes, las filmaciones de celulares y las escenas encontradas en los kibutz, son tan terroríficas que mueven a castigar más allá de todo límite a los que las provocaron, pero ¿se pude hacer eso? Israel dice que va a aniquilar a Hamás, cueste lo que cueste, y si están esperando para entrar en Gaza a sacarlos de sus cuevas es por la seguridad de los rehenes, que Hamás usa como escudos humanos.

No me atrevo a juzgar las pasiones humanas, pero esta guerra parece un retroceso de cuatro mil años en la historia, hasta antes de la ley del talión, que limitó la venganza a la estricta igualdad. El más fuerte no puede tomarse revancha a la medida de la propia fortaleza, a la vez que se protege el resarcimiento del más débil. Pero en estos cuatro mil años el derecho evolucionó, por lo menos en Occidente, y entregó el monopolio de la Justicia y la aplicación de penas a jueces y fuerzas independientes. No se puede cometer un delito para castigar otro, entre otras cosas porque el que lo hace, se rebaja a la condición del delincuente. Arreglar una muerte con otra muerte solo consigue dos muertos y sobre todo suma odio sobre odio, generación tras generación, siglo tras siglo. Por eso es sabia la loca ley que el cristianismo opuso a la del talión: la de la otra mejilla, que supone el amor sobre el odio, pero además resulta que si uno no quiere, dos no pelean.

15 de octubre de 2023

Examen psicofísico


El primer debate entre candidatos presidenciales se llevó a cabo hace 63 años, el 26 de septiembre de 1960, en los estudios de la CBS de Chicago. Los candidatos eran John F. Kennedy y Richard Nixon y habían pactado cinco por radio y televisión durante la campaña a las elecciones del 8 de noviembre de 1960. Finalmente los debates fueron cuatro y el último se realizó a distancia, Nixon en Los Ángeles y Kennedy en Nueva York.

Antes del primero se pronosticaba que el ganador sería Nixon, y el mismo Nixon estaba seguro de que destrozaría a Kennedy solo con su experiencia y su retórica. Pero resulta que Nixon sabía hablar y convencer, pero no tenía ni idea del lenguaje de la televisión. Pierre Salinger, asesor de Kennedy, consiguió no solo la victoria en los debates sino también que gracias a ellos llegara a la presidencia de los Estados Unidos. Mientras Nixon se preparaba estudiando encerrado en el hotel, Kennedy tomaba sol, así que Nixon llegó pálido y Kennedy con buen color. Kennedy (43) era algo más joven y pintón y Nixon (47) era de todo menos buen mozo. Nixon se puso la clásica camisa blanca y Kennedy innovó con una celeste que daba más calidez en las pantallas en blanco y negro. Nixon sudaba y Kennedy estaba lo más Pancho y parece que fue porque Salinger apagó el aire acondicionado del estudio; se calcula que lo vieron 70 millones de norteamericanos.

En la Argentina pasaron dos debates de la campaña para las próximas elecciones generales del domingo que viene. Se emitieron por TV en directo, el primero desde Santiago del Estero el domingo 1 de octubre y el segundo desde la Buenos Aires el domingo pasado, día 8. Al revés que en los Estados Unidos, acá los debates tienen pocos años y son obligatorios por la ley 27.337 de 2016, que modificó, una vez más, el Código Electoral Nacional. En la próxima reforma capaz que nos obligan a mirarlos...

Pero esta columna no es sobre debates sino sobre el examen psicofísico, o psicológico y psiquiátrico que están proponiendo algunos candidatos con bastante sensatez. La propuesta se funda en que no hay ninguna condición de salud física o mental para ser presidente, cuando sí la hay para un chofer de colectivos o un piloto de aviones, que tienen bajo su responsabilidad entre 50 y 500 personas, mientras que el presidente puede chocar un país con 45 millones de habitantes. El artículo 89 de la Constitución establece que, para ser presidente solo se requiere haber nacido en el territorio argentino, o ser hijo de ciudadano nativo, habiendo nacido en país extranjero; y las demás calidades exigidas para ser elegido senador. Y para ser senador, solo agrega el artículo 55 que hay que tener 30 años (curiosamente no dice más de 30 años ni 30 años cumplidos).

Ahora imagínese lo que sería si en lugar de los debates que hemos visto los domingos que pasaron, lo que presenciáramos fuera un examen psicofísico en vivo y en directo de los candidatos, con un jurado de psiquiatras, psicólogos y algún bioquímico o anestesista que analice lo que consumen. Además hay que averiguar si su nivel de abstracción y su edad emocional corresponde a los 30 años que pide la Constitución (este año sería la parte más difícil de pasar), más un chequeo completo de condiciones físicas y, por supuesto, la declaración de bienes patrimoniales y de ahorros en la Argentina y paraísos fiscales, de ellos y sus parientes hasta el cuarto grado de consanguinidad; también de sus cónyuges, novios o amantes y sus parientes hasta el mismo grado. Va a ser una especie de Bailando de la Política, cien veces más interesante que un debate en el que no se debate nada, que es lo que vimos el domingo, mientras esperábamos en vano que ocurra algo distinto.

Además de la utilidad evidente y del rating asegurado, seríamos los inventores del género, del que el mundo se acordará como ahora nos acordamos del debate de Kennedy y Nixon en 1960.

8 de octubre de 2023

No es la economía

The economy, stupid es el eslogan que se hizo famoso durante la campaña electoral de Bill Clinton para las elecciones de 1992. James Carville, el estratega de su campaña, había pegado en las paredes de sus cuarteles generales unos carteles que recordaba los tres temas centrales de la agenda. Uno de ellos se volvió famoso y con el tiempo se completó la frase como It's the economy, stupid! (¡Es la economía, estúpido!) que se puede aplicar a cualquier cosa. Quiero decir que la frase le sirvió a Clinton para ganarle a Bush, pero eso no quiere decir que sea universal ni que sirva para todo y mucho menos a la Argentina, a pesar de lo que puede parecer si uno se atiene a la agenda de las campañas y de los medios que las cubren.

El problema de la Argentina no es la economía. El problema de la Argentina no es la inflación. El problema de la Argentina no es el peso. El problema de la Argentina no es la emisión. El problema de la Argentina no es el dólar. El problema de la Argentina no es el gasto público. El problema de la Argentina no es el Banco Central. El problema de la Argentina no son los 167 impuestos y tasas...

El problema de la Argentina es moral y me da la razón la noticia que ha sido relevante y omnipresente durante toda la semana que pasó.
Pareciera que Martín Insaurralde no cometió ningún delito, como dijo un candidato opositor sobre su aventura mediterránea desde Marbella con una... digamos modelo. Debería ser algo privado que no tenemos por qué juzgar, pero es evidente que hay un enriquecimiento desproporcionado en una persona que toda su vida vivió de magros sueldos del estado. Pero lejos del fuero penal, donde probablemente salga airoso y ya sabemos por qué, la opinión pública juzga y condena la inmoralidad, y es evidente que tamaña ostentación, justo ahora, de un funcionario cuyos ingresos no le alcanzan para pagarse el pasaje a España, le hace daño a la campaña electoral del oficialismo desde que con extrema urgencia le pidieron que renuncie a la jefatura de gabinete de Axel Kiciloff, retiraron su candidatura a concejal de Lomas de Zamora –y su nombre en letras bien grandes en la boleta– y lo borraron de todos los carteles de campaña, en los que aparecía abrazado al candidato a intendente del distrito con más votos de la provincia de Buenos Aires después de La Matanza.

Ni los jueces inmorales, subsidiarios del poder político, pueden arreglar las consecuencias muy serias de un comportamiento privado que se hizo público, porque la sentencia de la opinión pública es inapelable. Nos escandaliza la inmoralidad generalizada, obscena y temeraria, sean quienes sean sus protagonistas.

El problema de la Argentina es moral porque el problema de la Argentina es la corrupción de su clase política, que ha corrompido también todo lo que toca, incluidos la Justicia, el poder económico y el sindical, el periodismo y hasta el fútbol. Los corruptos viven en ese ambiente como peces podridos en agua podrida, y se dan cuenta tarde de que los argentinos no somos como ellos: preferimos el agua clara y fresca de la verdad y la decencia. Y como toda generalización es injusta, estoy seguro de que hay políticos, jueces, periodistas y empresarios decentes, pero confieso que cuesta encontrarlos.

La corrupción es un cáncer que avanza con su metástasis y se propaga por toda la sociedad. Las crisis económicas de la Argentina son el resultado de su grave crisis moral: a nadie le interesa arreglar la economía porque solo les interesa el poder, como al ladrón le interesa el botín, porque el poder es impunidad y la impunidad es el paraíso de cualquier inmoral.

1 de octubre de 2023

Mitad y adolescencia colectiva


A pesar de que esos días se nos llena la boca con la palabra democracia, el acto electoral no es su esencia y tampoco su fundamento. Es apenas una consecuencia de la idea central de la democracia que es la convivencia pacífica de los que piensan distinto.

Antes de que en occidente se instalara la cultura democrática, se lograba la convivencia pacífica venciendo a los enemigos en el campo de batalla. No se crea que fue hace tanto: nuestras guerras civiles del siglo XIX fueron eso y la violencia política tuvo sus destellos hasta bien entrado el siglo XX. Pero el hito de la convivencia nacional fue la Constitución de 1853, que estableció la democracia republicana como estilo de vida, el federalismo que reconoce la soberanía de las provincias, el presidencialismo como forma de gobierno, la separación de poderes que limita el poder político, y un poder legislativo bicameral que representa a las provincias por igual y al pueblo de modo proporcional a los votos. Lastimosamente, en el camino perdimos la elección indirecta.

En el campo de batalla nunca gana el más débil porque fuerte es el que gana y débil el que pierde. Pero sí puede ganar el ejército menos numeroso y perder el que tiene más soldados, porque eso depende de la estrategia y de las tácticas –de la inteligencia– aplicadas a cada batalla. En democracia cada persona es un voto sin importar la condición: da lo mismo si es más fuerte, rico, instruido o inteligente... y la estrategia consiste en conseguir el número suficiente para ganarle al adversario. En la democracia también puede ganar el más inteligente, que es el que conoce la realidad mejor que los demás, el que copia el campo, el que se adelanta a la voluntad popular porque la interpreta mejor que los otros.

Cuando esas mayorías son decididamente superiores, todos tenemos claro quién debe gobernar y quiénes se quedan en la oposición. Pero el problema aparece cuando las principales fuerzas políticas están cerca de lo que en estadística se llama empate técnico, que se da cuando la escasa diferencia impide hablar de ganadores y perdedores. Todo podría ser, incluso que una elección termine tan empatada que la igualdad sea exacta: imagínese que haya que tirar al aire una moneda para saber quien gana porque en la elección sale la mismísima cantidad de votos entre los que disputan la segunda vuelta.

No hay ningún problema de legitimidad cuando, después de contar y recontar papeletas, se gana por escasa diferencia y los adversarios aceptan el resultado. Pero el problema no es la legitimidad del voto sino la actitud de los que ganan por poco pero después se imponen despóticamente a los que pierden, también por poco, cuando es evidente que podría haber ganado tanto uno como el otro, quizá si las elecciones hubieran sido el día anterior o el siguiente.

Imponerle a las minorías el pensamiento de las mayorías es lo más antidemocrático que hay y mucho peor cuando es mínima la diferencia. En esos casos, gobernar para todos implica reconocer que la mitad del país piensa distinto y espera del gobierno la consideración que merece, aunque haya sido el adversario en las urnas.

En lugar de esa consideración, desde antes de nuestra independencia la mitad de los argentinos maltrata a la otra mitad. Para salir de ese laberinto adolescente no queda otra que buscar la unidad, fortalecer la unión con las ideas que nos unen, ceder en las que nos separan y gobernar con todos y para todos. Algo de eso ha dicho esta semana uno de los tres candidatos, entre quienes está el próximo presidente. Pero deberían decirlo –y hacerlo– todos. Sería una señal de que la Argentina está saliendo de la adolescencia y llegando a la mayoría de edad.