Al día siguiente Darío me dejó en Güemes desde donde seguí a la ciudad de Salta. A las once llegué en taxi a un playón en la falda del cerro donde estacionaban 30 autobuses y otros tantos coches. Entre los talas de la picada adelanté un par de grupos que subían la cuesta de 350 metros. Cerca de la cima me ordenaron la vida unos boy scouts con pañuelos celestes en el cuello que todos llaman servidores. Me puse al final de la cola sin saber que había que esperar horas sin moverse y sin más compañía que las mujeres de adelante y atrás. Oía sus comentarios, apenas susurrados porque los servidores no dejan levantar la voz a los presentes. Conversaban de sus experiencias anteriores: “la vez pasada me caí, pero ésta no creo que me caiga”. En un lugar que no veía no acababa nunca un rosario intercalado de canciones lánguidas e infinitas. Después el silencio fue total y empezamos a movernos muy despacio. La fila subía por un brete de palos hasta la cima y después bajaba hacia una explanada de cemento alisado. En lo más alto hay una ermita donde se venera una Virgen de primera comunión. Al lado un tala se volvió sauce llorón por los rosarios que cuelgan inútiles de sus ramas. Allí ya pude ver lo que pasaba en el rellano, mientras la cola se acercaba a nuestro turno.


Si me hubiera caído al suelo cuando me tocó María Livia habría sido por el hambre. Milagro por milagro prefiero uno que desafíe la gravedad, como volverme bueno o salir volando. La Virgen del Milagro, que se venera en la ciudad desde 1592, cambia en bendiciones y milagros de verdad las flores y oraciones de miles de salteños que la visitan todos los días. Ninguno se desmaya ni hace cola en un brete de palos de tala. Desde 1692, cuando los salvó de un terremoto, la pasean por sus calles el 15 de septiembre. Aunque no la dice, supongo que es la razón más fuerte del obispo.