22 de enero de 2019

Género


Todo se complicó el día en que los españoles –los que hablan castellano en España– empezaron a llamar hombre al varón. Antes lo opuesto a mujer era varón, y mujeres y varones participábamos de la condición de hombres, de seres humanos quiero decir. Todavía es la primera acepción del Diccionario de la Real Academia, que dice que hombre es todo “ser animado racional, varón o mujer”... Y todavía sobrevive el viejo concepto hombre en dichos como el perro es el mejor amigo del hombre o en la liturgia de la Iglesia cuando dice fruto de la tierra y del trabajo del hombre.

Digo que todo se complicó porque lo que empezó con una confusión entre ser humano y varón nos está llevando a instalar al varón (no a la mujer) como concepto universal del humano y a confundir sexo con género. Sexo es aquel atributo con que nacemos y que nos hace a los hombres varones o mujeres, machos o hembras, como cualquier animal de la escala superior y salvo raras excepciones que la medicina intenta corregir. Género, en cambio, es una elaboración cultural que puede cambiar –y de hecho cambia– con el tiempo y en el espacio. La ideología de género nace de una confusión de conceptos bastante propia de nuestro tiempo: hay otros conceptos tanto o más importantes que el sexo y el género que también confundimos, por ignorancia y por manosearlos demasiado, hasta que termina dándonos lo mismo decir –y pensar– una cosa que otra y eso no es tan sano para nuestra inteligencia colectiva.

Y cuando se nos ocurrió llamar amor al sexo se fue todo al garete. El juego de la seducción, indispensable para que dos personas se conozcan y se amen, se convirtió en el juego del sexo. Nos volvimos más animales: nos atraemos y nos seducimos para tener sexo y no para amarnos. Y así devaluamos el amor, que es la fuerza más grande de la humanidad.

Aunque pueda ser la expresión más cabal del amor, el sexo no es amor sino algo que también hacen los animales, que no tienen ni idea de lo que es el amor entre los hombres, varones y mujeres.